Quienes han torcido mi senda —los que sembraron piedras con manos de hiel— creerán haber ganado; sin saber que cada tropiezo que inventaron alimentaron el río que me empujaban. Sus nombres, manchados como tinta en el agua, subirán a juicio en la corte de los silencios: no por ira mía, sino porque la ley de las cosas restaura su equilibrio cuando el tiempo hace de juez.
Yo aguardo con la paciencia de una lámpara encendida en una cueva: no es pasividad, es luz que ve. Dentro de mí suenan tambores —a veces truenos, a veces latidos— anunciando que algo se mueve en la raíz del mundo. No sé aún si esos tambores traen lluvias o tempestades; sé únicamente que marcan el pulso de una transformación.
Deseo sus miserias no para regodearme, sino para verlas salir a la luz y convertirse en abono; que aquello que ocultaron fructifique y revele su propio veneno, y que la verdad —como planta tenaz— vuelva a cubrir el sendero. Los que blasfeman contra el orden seguirán su marcha, pero el orden, como río antiguo, trabaja en silencio: es piedra que corrige, es espejo que devuelve la imagen tal cual fue forjada.
Camino despacio, con la certeza de quien escucha tambores en el pecho y sabe que el mundo, a su manera, tiene un modo muy suyo de reparar.


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